La violencia social es un fenómeno cotidiano, parece naturalizada, parece no sorprender. Hoy la violencia escolar es noticia diaria. ¿Es ella un reflejo de la violencia social? ¿Pasará al mismo estatuto de la no sorpresa?

Es la construcción de legalidades la que debe ser rescatada como cuestión central de la infancia. Ley en tanto instancia en el interior de todo sujeto psíquico. "No pegues porque si no te van a echar", la moral se degrada en moral pragmática.

Bajo este concepto, lo que no hago es porque no me conviene, no porque no se deba hacer, no porque vaya en contra del otro, del semejante. El "no se hace", la prohibición, es lo que hace a la condición humana. Y aquí entra en juego la creencia en la palabra del otro.

Ese otro que desde su no intervención, su no regulación, deja abierta la escena no sólo para el exceso, sino para que eso sea resuelto entre pares.

El mensaje que se transmite es que el hecho de fallar, de errar, merece una condena, una sanción social ("capotón furioso"), cuando en realidad es parte de la experiencia, del aprendizaje.

La violencia pasa a ser, así, el exceso del acto, carente de la función de autoridad que normativice, que legalice, que diga esto sí, esto no. Algo tan necesario en la infancia. Porque cuando el niño renuncia a ciertas cosas, cuando puede poner un tope a sus impulsos, lo hace porque no quiere perder el amor, pero también porque no quiere producir un sufrimiento en el otro.

Para ello, el niño debió ser primero amado, debió pasar por la experiencia de no haber padecido los excesos de ese otro primordial, sus padres y sus representantes.